Una poeta de nuestro tiempo
I. 27 años, poeta, cantautora y SEO copywriter, si es que eso es posible.
¿Se puede disfrutar de la poesía de Pizarnik y que Marwan no te parezca bazofia? “Amor es la palabra que resuelve el crucigrama”, respondería I., enigmática, y yo la miraría pensando en por qué Marwan no se limitó a hacer crucigramas en una playa de Oropesa.
I. era del club del micro abierto; esa legión de cantautores que escuchan a Andrés Suárez y se pasean con la guitarra a cuestas entre el Café Libertad 8 y la Fídula, con la pulserita de cuero, botas de ante y una bolsa de tela de Traficantes de sueños con la frase Reading is sexy impresa y un libro autoeditado gracias a un crowdfunding de verkami.
Hacía algunos años que I. no vivía en Madrid. Había venido para la firma de su última antología en algún stand de la Feria del libro, entre el primer lanzamiento de Sara Búho y el superventas de Defreds.
Un día antes de la firma, I. me escribió para quedar. Nos vimos en una terraza de la Plaza de las Comendadoras. Se pidió una IPA y yo una lager, porque si hay algo que me empalaga más que la poesía de cantautor es el exceso de lúpulo, es como beberse un zumo de lantana.
I. me contó que, además de cantautora y poeta, trabajaba como creadora de contenido en una agencia y se había sacado un máster de SEO en copywriting. Poeta y SEO todavía resuenan en mi cabeza como un oxímoron: dos opuestos que originan un nuevo concepto, la poesía de nuestro tiempo, o una parte de ella. Ella lo llamaba poesía juvenil, y defendía que, igual que hay libros del Barco de vapor destinados a un público infantil al que infundir el hábito de la lectura, este nuevo lirismo cumplía la misma misión con los jóvenes y la poesía. Yo me preguntaba si Pizarnik, que empezó a producir con menos de veinte años, estaría revolviéndose en la tumba, pero no dije nada para evitar parecer un señor casposo ebrio a carajillos del Café Gijón.
Acompañé a I. a La Mistral, que había abierto unas semanas antes. Allí me mostró un par de libros. Cuál fue mi sorpresa al ver que uno de ellos me parecía bastante aceptable. Entonces me embargó el terror: siglo XIX, el Salón de los Rechazados de París, Louis Leroy. ¿Estaría yo en el lado carca de la historia?
Con la congoja todavía escondida en el cuerpo pusimos rumbo al Café del Monaguillo para tomarnos la última. “¿Te importa si se suma una amiga?”, preguntó. Entonces supe que sí, que esa era la sentencia de muerte de nuestra cita, la confirmación de que yo era una carca, al menos a ojos de I.
La amiga llegó, se dejó caer en una silla a nuestro lado, levantó el brazo mirando a la puerta del bar y gritó: ¡Un carajillo! (luego soy yo la carca). Tenía un aire a Samantha Hudson con invisalign y era de ese tipo de directores de arte que gentrifican el Humana.
La amiga se tiró media hora hablándonos de bolos entre bastidores y de cómo la noche anterior se había enamorado perdidamente del guitarrista de un concierto, le stalkeó y le envió un mensaje por Instagram que nunca tuvo respuesta. En lugar de desistir, I. y ella planearon acercarse de nuevo aquella noche para coincidir con el pavo, mientras yo asistía impasible al conato de acoso groupie.
Volviendo a casa me tropecé con un cubo de basura que tenía algo escrito a permanente: “Desordenando la felicidad me encontré con la vida”. Lo firmaba Acción poética. I. diría que es poesía juvenil, yo he empezado a llamarlo poesía de contenedor.