Sueño de una noche de vegana: tercera parte
La noche de San Juan puede convertirte en un vegetal... o en vigoréxica.
El interior de la Tropi es un bar de carretera, pero sin fachas (o sea, con la mitad de feligreses). A mano izquierda hay una hilera de mesas y bancos de madera estilo country donde confluye el llanto de chicas en pleno tropidrama, con trabajadores terminándose un pepito de ternera y familias con niños celebrando un cumpleaños. Al final de la noche, los camareros sacan las bandejas con el plátano frito sobrante de la cena, y lo reparten entre los estómagos vacíos de una muchedumbre ebria.
En el centro, la barra metálica de tu última verbena de San Isidro se convierte en un espejo donde verte reflejada la cara de perjudicada cada vez que pides una Estrella Galicia.
Entre uno y otro ambiente, te vas topando con estatuas a tamaño real de faraones y ninfas griegas, grandes testigos de que no te vas a comer un rosco esa noche, y con los que terminarás echándote un selfie al irte. Por último, justo antes de salir a la terraza hay un mostrador en el que podrían vender cuñas de queso manchego, miguelitos de la Roda o cuchillos de Albacete. En su lugar, tienen una completa selección de cachimbas de todos los colores y sabores. Por todo ello, la Tropi es un lugar mágico (en el que espero que después de esto no me veten la entrada).
Por fin la terraza. Mi misión era dar con L., que presumiblemente estaría bellaqueando con las tropiamigas, pero yo sólo veía un mosaico de camisas fluorescentes de estampados geométricos y vestidos veraniegos con canesú agitándose al ritmo de las turbinas.
A mi izquierda, una montaña de zapatos y sandalias del tamaño del Mulhacén ocupaba buena parte de la pista de baile. Lo mismo L. se había calzado las barefoot y unos bastones y estaba haciendo hiking entre las Nike Airforce 1 y las menorquinas. Sus dueños se los habían quitado para entrar en la tropipiscina, lo que me hizo retroceder a mi infancia de cumpleaños con sándwiches de nocilla y gusanitos naranjas del cóctel de snacks. Pero en lugar de niños saltando y haciéndose pis en una piscina de bolas, había peña casi en bolas saltando en una piscina para niños cuya agua, probablemente, ya no sea agua.
Después de dar una tropivuelta, logré localizar a mi cita: L. y sus bichotas estaban bailando al lado de las típicas sillas metálicas que te da miedo arrastrar por no provocar un terremoto, y cuyo diseñador claramente era sordo.
Una de las amigas de L. era la némesis de Romeo Santos a causa de una cruzada declarada contra la bachata. Por algún motivo que no alcanzo a comprender, se empeñó en tratar de averiguar dónde vivía para venir a tirar piedras a mi ventana, como si fuera Romeo, pero el Montesco; igual de cursi, y encima arrítmico.
Otra dedicó un buen rato a enseñarme a hacer twerk, y eso a pesar de que padecía una hernia de disco. Después de media hora disociando las caderas, tuvo que sentarse, y así pasó el resto de la noche (excepto cuando sonaba Don Omar, que parece tener el poder de ejercer un efecto analgésico sobre el nervio ciático). Luego había un grupo más grande de bolleritas con vibes del Viñarock que habían colado una botella de tinto del súper con la que planeaban fabricar calimocho, y a las que no me acerqué por temor a que sacaran la gaita y se lanzaran a cantar Mägo de Oz.
La última del grupo era un paibon, a pesar de ir ataviada con un conjunto de camiseta hawaiana abierta y top de encaje debajo que le bajaría la líbido a cualquiera. Resultó que, además de paibon, era la ex de L.
En cuanto a L., descubrí que era un amor de niña, pero un amor aburrido. L. formaba parte de una nueva generación de jóvenes saludables que beben kombucha y desayunan porridge, y luego lo neutralizan metiéndose bien de anfetas en los festivales.
Ahí estaba L., tomando Nestea con La Factoría de fondo. Llegó un punto en el que me pregunté si ser vegana puede convertirte en planta. Mientras las demás bailábamos, L. nos miraba inmóvil, seguramente haciendo la fotosíntesis, y yo ya no sabía si comprar un macetero del Verdecora, recomendarle una ruta de la Sierra de los zapatos o montarle allí mismo el slackline entre dos sillas metálicas y ser testigo de un seísmo magnitud 7.
Al final no hice aquagym. En lugar de eso, terminé buceando en el multiverso del dembow con la ex de L. Menos follar, hicimos un poco de todo. La ex de L. era extremadamente competitiva, lo que nos llevó a ponernos a prueba organizando allí mismo unas tropiolimpiadas, con torneo de pulso, flexiones y sentadillas incluidas. Todo ello bajo la atenta mirada de L., que desempeñaba la función de árbitro. Había tanta testosterona en el aire que lo mismo acabamos polinizándola.
Llegadas las 23h, y siendo la única alcoholizada del colectivo, llegué a la conclusión de que sólo conseguiría entrar en contacto con fluidos humanos si me metía en la piscina, y como nadie me aseguraba no salir de ahí embarazada o con una enfermedad venérea, y encima sin haber follado, me metí un plátano frito en la boca y opté por una retirada a tiempo.