Hace ciento cuarenta años que matamos a Dios y Nietzsche se fue de la lengua. Desde entonces, la humanidad vaga sin fe, rumbo, ni pase VIP al cielo. Pero eso era antes de que llegaran los veganos.
Salir con un vegano es lo más parecido a estar con un fanático religioso. Si quieres que funcione, lo mejor es que te conviertas (o busques un buen escondite para las latas de atún). En nuestro siglo, los veganos son los nuevos discípulos de Jesús: peña que predica con creencias y principios morales más sólidos y nobles que los tuyos; que te invitan a ágapes bajo el pretexto de que “va a ser la bomba”, pero tú sabes que pasarás hambre porque, salvo que alguien obre un milagro, solo habrá hummus y ensalada de lentejas; y a quienes deberías seguir para lograr un mundo mejor, pero terminas traicionando porque no eres más que un pecador y la carne, a diferencia del seitán, es débil. Reconozcámoslo, el reino de los cielos es suyo, porque ellos nunca se hubieran comido al cordero de Dios.
L. era una influencer vegana de 24 años: la Karlos Arguiñano de la generación Z. Pero en lugar de contar chistes verdes salteando pollo al chilindrón, subía vídeos echándole siracha al tofu ahumado. Fue terminar la carrera y encontrar un nicho de negocio en TikTok, esa red social con la que descubres que has envejecido 20 años de golpe, que hay algo que puede darte más vergüenza ajena que Aguado y Villacís en el Orgullo de 2018 y que es posible bailar Jerusalema con las vibes de Lola Índigo puesta de anfetas y dislocarse la cadera en el intento.
Como toda vegana que se precie, L. estaba afiliada a Las montañeras: esa tribu urbana con vocación de Latin King y alma de Dora la exploradora, que viste con camisetas fabricadas con fibra sostenible y se mueve por el centro de Madrid con unas barefoot y una mochila del Decathlon, como si la Gran Vía fuera la GR-92.
Nada más hacer match, L. me lanzó un ultimátum: me preguntó por mi comida favorita. Yo traté de salir del paso con la misma técnica que empleo para no defraudar a mi abuela con mi homosexualidad cuando me pregunta si tengo novio: respondiendo que todavía soy joven y estoy experimentando.
Funcionó regular, porque no quedamos inmediatamente. En cambio, L. había fundado un grupo de whatsApp con otras 20 bolleritas de Tinder, y me incluyó en su harén. Al principio pensé que sería una buena forma de conocer chicas sin necesidad de entrar en Tinder o en el Fulanita (ya hemos hablado de esto). Por supuesto, eso fue antes de verme acribillada a mensajes salpicados de “holuuuuu” y “me rents”. Tras sopesar los pros y contras de la situación, llegué a la conclusión de que la única manera de sobrevivir a una legión que se comunicaba como un Ned Flanders con oligofrenia era convencerme de que se les había quedado atascado el teclado del móvil.
Tenía que integrarme, así que no tardé en apuntarme a uno de sus planes. L. y otra chica habían propuesto ir a escalar un domingo por la mañana, justo un día después de mi primera cita con K. Hay una leyenda popular que dice que todas las bolleras escalamos, y que es tan cierta como que los del Opus no usan condón. Tardé tres horas en darme cuenta de que ese día solo echaría un polvo, y se llamaba magnesio. También aprendí que el rocódromo es el único reducto de la galaxia en el que verás coincidir a aspirantes a bollera, fans de Chambao y peña reformada de la Ruta del bakalao. Bueno, allí, y en el Leroy Merlin.
Mis esfuerzos dieron resultado, porque L. me dijo de vernos de nuevo. Me recogió un jueves del curro para hacer su plan favorito de montañera de ciudad: ir al parque. L. era de esa gente que entra en el Retiro con una mochilita de Decathlon de 20 litros y pretensiones de Doraemon. Tú no lo sabes, pero siempre llevan consigo un slackline, pelotitas rellenas de semillas, una baraja de Dixit y un ukelele, y solo después de haber sopesado con aire solemne la actitud de sus acompañantes, terminan sacando lo que más pereza te da.
L. había estudiado biología y, cuando no grababa vídeos vegan friendly, se dedicaba a hacerse tatuajes a sí misma de helechos e insectos. La única explicación lógica que logré encontrarle a aquello es que la flora y fauna impresa en brazos y piernas fueran una nueva forma de hacerse chuletas (veganas) para sus exámenes de universidad. Una tesis que explicaría por qué la piel de todas las chicas de su generación parece un estampado de Kukuxumusu. También pensé que acostarme con ella sería lo más cerca que podría estar de meter en mi cama un ejemplar de botánica y entomología.
De L. apenas me separaban cuatro años, pero yo lo sentía como un abismo. Mi gran amigo P. está convencido de que nací con 50, y empiezo a pensar que tiene razón. Todos tenemos una edad existencial forjada por circunstancias familiares, económicas y sociales, que no tiene por qué coincidir con nuestra fecha de nacimiento. Un fenómeno que explica que Pablo Motos te recuerde más a un adolescente pajillero que al señor de 56 años que es, y por qué probablemente me iría mejor en el amor si en lugar de perder el tiempo en Tinder me comprara un trikini en Cortefiel y me apuntara a aquagym.
L. estaba en ese momento transitorio entre universidad y vida adulta en que todavía puedes permitirte ser anticapitalista, pero porque no tienes pasta. Luego creces, y te das cuenta de que la única forma de sobrevivir a la precariedad pasa por gastar dinero para sentir que lo tienes.
Aquella tarde en el Retiro me enseñó a hacer el pino, jugamos al frisbee y a adivinar nuestras palabras favoritas mientras anochecía. Gracias a ella regresé a una segunda infancia en la que redescubres que las pequeñas cosas son gratis, pero a riesgo de advertir que, si en algún momento terminábamos en la cama, sería para acunarla.
Quedamos un par de veces más, y en ninguna pasó nada. No estaba segura de qué papel me había asignado en su vida, así que decidí tomar cartas en el asunto. Hace poco, uno de mis últimos matchs me contó que las bolleras que huyen del Fulanita acaban en La tropiterraza; una fiesta con nombre de canción de Caloncho, donde bailar reggaeton y coger hongos en una piscina que te llega por los tobillos. Ayer fui con L. a celebrar la víspera de la noche de San Juan, y casi termino haciendo aquagym. El resto, os lo cuento a la vuelta de verano.